sábado, 17 de abril de 2010

rashomon








Rashomon es una peluquería, queda subiendo por el centro, como a tres cuadras de esa librería grandota. No hay japoneses en esa peluquería, no, el nombre lo sacaron de una revista, es que estaban todos bien desocupados y les dio por poner cualquier cosa. Pero en ese lugar no sólo cortan el cabello, o mejor decir, el negocio es una fachada porque allá venden muertos, muertos de todo tipo, se los venden a los doctores, a los que le gustan los muertos para amarlos y a los que necesitan desquitarse con algo.

Rashomon es una casa vieja, hecha de madera toda, cuando uno entra la madera cruje por las goteras, por las polillas y tal vez por la sangre que ha quedado debajo de los asientos. Cuando se entra, se huele a tetera, a café, a chocolate y a todo al tiempo, a todo menos a muerto y eso que hay muchos escondidos en los sótanos y en los pisos de arriba. Los tienen en unas neveras a todos, yo una vez los vi por que tuve que ir a comprar uno, es que me sentía sólo, además, los precios habían bajado esa semana porque las inundaciones de la ciudad habían acabado con varios indigentes.

Rashomon es un lugar extraño, porque uno cuando llega se siente en casa. Por ejemplo, yo una vez tenía frío, estaba en una de las esquinas de la ciudad fumándome un cigarro, mirando a las niñas pasar por las esquinas cuando me entró ese sentimiento como de que uno ya no tiene nada en esta vida. Ahí me puse a pensar, sí, es que yo también pienso, y también me siento culpable; por eso miré un rato el cielo y me desesperé por tanta maricada. Entonces me puse a caminar más rápido por las calles, decidí que tenía que ponerme a trabajar para no pensar tanto, por eso me escondí de esquina en esquina. Es que la gente no piensa, pero si uno no hace esto, entonces uno se muere de hambre, porque primero es la vida que el respeto o que la plata, primero es la vida. Esa tarde gané como cinco mil pesos. Casi no hizo nada el tipo ese, sólo abrió la billetera, los sacó como diciendo, que más voy a hacer, y me dijo, no tengo nada más. Yo los cogí, no le pedí más, no quise, no sé porque, debí acorralarlo ahí y sacarle todo lo que tenía.

Esa misma tarde me acordé de mi mamá y me puse a pensar otra vez, por eso me dio como tristeza y caminé sin ver para donde iba. Ahí fue cuando llegué a Rashomon, decía peluquería en dorado, y sólo valía cinco mil pesos. Entré, me senté y una mujer gorda comenzó a cortarme el pelo. Estando ahí sentí ese olor a café, a té y a chocolate, todo en uno mismo. Afuera llovía, llovía mucho, por eso fue que entraron cuatro tipos bien mojados y encartados con un bulto envuelto en bolsas de basura, me miraron a mi, como si no pudiera estar donde ellos y seguro me conocieron la cara o supieron que yo era uno de ellos . Subieron las escaleras con ese bulto y casi se les cae por que seguro estaba bien pesado. La mujer que me cortaba el pelo, que aparte de gorda estaba bien vieja, pareció no ver nada, sólo me acariciaba la cabeza mientras me bajaba pedazos de cabello. Al final quedé como trasquilado, pero igual me hizo la barba y sólo por cinco mil pesos, por eso no reclamé nada. A mi me picó la curiosidad por saber que era ese bulto que subían esos tipos, por eso le pregunté a la mujer. Ella dijo, mientras recogía el cabello del suelo y lo metía en una bolsita, que no sabía, pero yo sabía que allá había algo bien raro.

Yo tuve que seguir yendo, cada semana, a que me cortaran el pelo, cada semana gastando cinco mil pesos, me tocó trabajar mucho, mucho, esos días sí que trabajé y quité bastante, pero qué más voy a hacer, si es que yo no soy de aca, si es que no tengo nada ni puedo hacer nada más, además me tocaba comer y cortarme el pelo, todo en la misma semana. Seguí acordándome de mi mamá. Esa lluvia me estaba enfermando, porque es que no paraba, y un día me dieron como ganas de dejar la calle, de devolverme allá a la loma y trabajar en cualquier cosa, ese día fue cuando me enteré de lo de los muertos. Estaba cortándome el pelo la misma vieja, a la misma hora que la primera vez, y llegaron otra vez los tipos con un bultico pequeñito envuelto como en sacos y en telas sucias. Los tipos me vieron, pero ya ni les importaba. El hecho fue que estaban subiendo cuando a uno se le resbala el bulto ese y cae rodando un niñito blanco, inflado por el agua, cayó dando un golpe y yo supe que ese niño ya estaba muerto y hasta me dio miedo porque pensé que me iban a matar a mi también, pero no. Ahí me contaron todo, me contaron que en Rashomon vendían muertos, y que los vendía bien baratos.

Yo me compre una niña esa vez, porque me sentía solo. Tuve que trabajar mucho esa semana, hasta casi me mata un tipo que no quería darme lo que tenía, yo le saqué el cuchillo bien grande y ahí sí se le fueron las ganas de pelearme, al final recogí todo lo que valía la niña. Y es que esos días pensaba mucho en mi mamá y me sentía sólo. Yo me la llevé envuelta en un saquito, y me acosté un rato con ella, me acosté varios días hasta que comenzó a oler como a café , con té y con chocolate, todo al mismo tiempo, por eso tuve que botarla en los basureros. Ahora sigo ahorrando por que me dijeron que había llegado otra niña bien bonita, por eso tengo que trabajar tanto, porque no sé hasta cuando dure Rashomon, pero no tengo ya duda de que tengo que trabajar por cada esquina, ya no me siento ni culpable, y todo fue por rashomon, porque ahora hasta trabajo con ganas, todo para darme esos lujos. Lo único malo es que la lluvia no para y
ya hasta toda la ciudad huele a café con té y chocolate.

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No sé si lo entienda. Es que leí un cuento de Ryunosuké Akutagawa que se llama Rashomon, entonces quise usar el paisaje del cuento, la historia del cuento para reelaborarla en otra forma, en otro tiempo. Claro, tuve varios problemas porque al final creo que no supe darle la voz que debí darle al ladrón, aveces no parece un ladrón sino sólo un tipo arrepentido. En fin, rashomon, rashomon, aveces quiero escribir como debajo de un ciruelo. Fue divertido intentar hacer algo así, articular dos tiempos, dejarme llevar sólo por una creación que ni siquiera es la mía, tergiversarla sin importar.
Tenemos tantas ansias, de crear, de respirar, de escribir, de producir, sólo debe, usted también sacarlas, dejarlas salir, sin pretextos, sin culpas, sin justificaciones, todo el mundo tiene derecho a crear, y si lo hacemos bien o mal, no importa, al menos podemos sentir que hacemos algo, para así llenar esos vacíos tan lluviosos que tenemos dentro de los huesos.






Rashomon

Era un frío atardecer.
Bajó Rahomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la avenida Sujaku, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa (sombrero antiguo de dama, de paja o de tela laqueada, según la clase social. Designa a la dama que emplea dicho sombrero) o nobles con el momieboshi (Antiguo gorro empleado por los nobles y samurais), podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos de culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte, ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en un depósito de cadaveres anónimos. Nadie se acerca por los alrededores al anochecer más que nada por su aspecto sombrío y desolado.

En cambio, los cuervos acudían en bandadas de los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos e sésamo antes de caer sobre los cadaveres abandonados. Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.

Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la ciudad de kyoto. Por eso quizás hubiera sido mejor aclarar: "el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalisme de este sirviente de la época Heinan (794-1185 d.C).

Habiendo comenzado a llover a mediodia, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraido, el ruido de la lluvia sobre la avenida Sujaku. La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro veíase una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.

"para escapar de esta maldita suerte- pensó el sirviente-, no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si empezara a pensar, sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja, luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo...". Su pensamiento, tras mucho rondar en la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo..." quedó fijo en su mente. Aparentemente , estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir "si no..." demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en ladrón".

Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecerde kyoto hacía añorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido. Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno al edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse dela lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.

El sirviente descubrió otra escalera chata, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podía molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su katana de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con zori (Calzado similar a una sandalia, hecho con paja de arroz) sobre el primer peldaño.

Fragmento transcrito de : Señal que cabalgamos Noviembre 2007
Traducción Kasuya Sakai

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